Es un miércoles con pérfido aroma de lunes tormentoso en el que no funciona la máquina de café. España, como bien sabrán, cayó eliminada ante la vecina Marruecos tras un partido de octavos de final calcado al de hace cuatro años ante Rusia. Tan desastroso como frustrante y con un desenlace tan patético como ilustrador.

No hace falta que se lo resuma. De poco sirve ahora centrarse en analizar cuestiones tácticas y en permutas que pudieran haber funcionado bien durante el partido ante un equipo, el marroquí, que fusiló el guion de otros bloques menores que ya habían conseguido empequeñecer el estilo de la selección española. Mucho toque, pero cero mordiente, ofrecimiento en tres cuartos, paredes, desmarques e intensidad afilada.

Puede que las buenas sensaciones ante Costa Rica fuesen un onírico espejismo o, por el contrario, el salvoconducto hacia la complacencia que ya se atisbó ante Japón. En cualquier caso, lo que está claro es que España ha ido mudando durante el torneo hacia una piel a la que nos había acostumbrado en los últimos mundiales. Mucho pase, poco vértigo.

Una avioneta de corto recorrido. No un Boing 747 como otros equipos que se mantienen en la élite y ahora miraremos con envidia.

Algunos hablarán de las ausencias en la lista, de la juventud de los seleccionados, del entrenador, al que, ahora y a toro pasado, le puede haber sobrado soberbia en su discurso. Sin embargo, puede que el problema sea más cenital y debamos ahondar en una mera cuestión de autoengaño colectivo, de seguir viviendo de las rentas del período 2008-2012.

Álvaro Benito, el exjugador, cantante y afinado comentarista, lo definió ayer muy bien tras el partido en su alocución televisiva. “Lo mismo no somos tan guapos”

Lo mismo al tiqui-taca se le atraganta el fútbol moderno. Lo mismo costará encontrar una generación de jugadores como aquella. Lo mismo la devaluación de la Liga española y el pobre papel de los equipos españoles en Europa son algunos de los síntomas de esta enfermedad que nos ha llevado a ganar solo 3 de los últimos 11 partidos en Copa del Mundo.

Y es que no es lo mismo tener confianza que confiarse. Puede que ese sea nuestro error. Mirarnos al ombligo y creer que el brillo de la estrella cosida en 2010 nos sirve para imponernos a los rivales casi sin bajarnos del autobús. Craso error que nos ha llevado a una desilusión más, la cual, vista la paupérrima imagen, debe hacernos recapacitar incluso a aquellos que nos costaría desprendernos del estilo de juego que maravilló al planeta.

Sea como fuere, esto ya no es un accidente. Sí una cura de humildad que obliga a revisar el modelo o, al menos, a rebajar la ilusión, el carro de euforia al que nos subimos sin mirar cada cuatro años, sin saber cuál es el destino final. Bipolaridad tóxica que se ha reflejado una vez más en Qatar, donde nos hemos pegado un nuevo batacazo.

Un sopapo de sucio realismo que no hace otra cosa que recordarnos que, lo mismo, nunca volveremos a ser tan guapos.